Las Confesiones de una Marta




Mi nombre es Marta Emilia Ramírez y nací el 25 de agosto del año 1970 en Maipú, un pueblito en la provincia de Buenos Aires con no más de dos mil habitantes en aquella época. Mi nombre, a lo largo de la historia ha dotado de personalidad,carácter, imagen y actitud a millones de mujeres en todo el mundo. A muchos nos ha pasado en cierta parte de nuestra vida, que no hemos estado del todo conformes con nuestro nombre, pero para mí fue mucho más que eso: Se convirtió en el mayor conflicto de mi existencia terrestre. Esta es mi historia y de lo que fue para mí el aprender a ser "La Marta".






PRIMERA PARTE

"De niña mimada o prostituta travesti."

Desde bien chiquitita ya tuve, en cierta manera, una clara definición de lo que iba a ser el trayecto de mi vida. El solo hecho de que mis padres me hayan nombrado “Marta” ya me dotaba de una serie de connotaciones y facciones que una Marta tiene que tener.  No era fácil llevar un nombre tan etiquetado, tan de adulto a los 8 años. A esa edad para mi, una Marta, era la peluquera del barrio, la vieja chusma de enfrente, la directora de la escuela o alguna tía segunda.  Por lo que me vi forzada desde un principio a obtener una percepción de la realidad muy diferente a lo que otras niñas tenían. Claro, para una Jennifer, todo era color de rosa. Jennifer es nombre de princesita, de niña mimada, o de prostituta travesti, pero a esa edad, aún no sabía en que consistía ninguna de las dos cosas. A Jennifer también la podías apodar Jenny, y seguiría sonando como una princesa. Pero para mí, el intentar acortar mi nombre, solo podía tener un beneficio: que me lo cambies por completo; porque ningún diminutivo podía mejorar las cosas.
Así pasaron los años más duros de mi niñez. Viendo como mis compañeritas, Agustina, Jennifer, Micaela y Jessica, soñaban con encontrar a un príncipe como el de los cuentos, paseando como muñecas en autos escarabajo color rosa y jugando a tomar el te. Pero yo, era una Marta. Por lo tanto, tenía casi asumido, que  había nacido para algo mucho mas complejo.
El ser lo que debía ser, exigiría de mucha concentración, dedicación y responsabilidad. Si iba a ser una tía segunda, debía aprender muy bien a cocinar, hacer manualidades, pintar flores en delantales de cocina, y hacer figuras en porcelana fria.  Una Marta, por sobre todas las cosas esta infinitamente dotada de personalidad. Por lo general, una vida atareada, con muchas historias de vida para contar, y además me convencí a mi misma, de que una Marta, debía haber tenido por lo menos 3 maridos diferentes.
Ya mis juegos no pasaban más por el papá y la mamá; por dale de comer al nenuco, o preparar tortas de tierra y pasto. Ahora me pintaba los cachetes con un lápiz  de labios rosa fuerte que le había robado a mi mamá, me envolvía en un chal marrón y naranja de la abuela  y pasaba largas tardes frente al espejo chismoseando con mi propio reflejo, con una carterita de plástico colgada de  mi antebrazo y una bolsa de hacer los mandados en el otro.  Poco a poco, mi Marta se iba perfeccionando, y me sentía cada vez, un paso más cerca de llegar a ser aquella mujer, la cual constituía mi único destino aparente.
Así pasaron los años, y no pasaron en vano. Poco a poco, mis juegos pasaron a ser una gracia para mi familia, que disfrutaba de verme actuar como una señora adulta. Pero cada día me sentía aún más apartada de cualquier otra niña de mi edad en la escuela y en el barrio.
Digamos que nunca fui una chica linda en la escuela. Habré tenido mis cosas, pero no fue en lo absoluto mi rol social. Los varones se dedicaron solo a ignorarme por completo. El ser La Marta (porque el prefijo “La” viene casi como añadido),  y que los alimentos que consumía se concentraban mayoritariamente en la zona abdominal, no me hacían de algo muy sobresaliente. Siendo sincera, lo único sobresaliente que tenía a los once años era la panza, y mis grandes dotes para representar a una mujer adulta divorciada. Pero sólo duro un corto período. Al llegar a los doce años, algo más que mi panza comenzó a sobresalir y no eran mis dotes actorales. Sin haberlo esperado jamás, fui la primera chica de mi curso en crecerle las tetas. Parece ser que las “chichis” se consumieron los alimentos que alojaba en mi panza, porque a partir de ese momento, cuanto más se me  achicaba la buzarda, más me crecían los pechos. De golpe, ellas se llevaban toda la atención de las clases. Los recreos eran ahora, los diez minutos más atesorables de la jornada, y ra el momento justo para hacer uso de mis dos nuevas amigas. Sólo hacía falta ponerme bien cerquita del chico que estaba por delante mío en la fila del quiosco, rozarlo con mis nuevas bellas y turgentes tetas para que abra paso y me ceda el lugar para así obtener mi rico, esponjoso y sabroso vigilante con jamón y queso. Ahora con 6 minutos extra para saborearlo con toda pasión. Esta aparente ventaja, trajo también sus contradicciones. Parece que el vigilante de jamón y queso trajo algo más que satisfacción a mi vida, y me dejó ni mas ni menos que con 14 kilos de sobrepeso, con los cuales hasta hoy día sigo lidiando por bajar.
Perfecto. Ahora no solo era “La Marta”, o  “La Tetona” para los que no me conocían tanto, sino ahora también “La Gorda”. Parece ser que de chicos, la tendencia a etiquetar a los demás por sus cualidades físicas, o personales, es casi inevitable. La gorda, el flaco, el choclo (para el que sufría de acné), la machona, el rengo, entre otros...  Para muchos, esos apodos, llegaban a ser problemas sumamente graves para la salud y su bienestar mental. Para mí, todos esos adjetivos,  no eran más que halagos. Yo era “La Marta”, y estaba muy orgullosa de ello. Había logrado fama en la escuela. No había quien no me conociera, fuere por La Marta, La gorda, o la Tetona, todas las imágenes se dirigían hacia mi, y pensaba hacer uso de aquel regalo de Dios...