sábado, 28 de noviembre de 2009

5ta PARTE

Lo primero que aprendí, desde el momento que fui estafada y usada por Matías Bouchard, fue lo que hoy llamo como la regla número Uno para cualquier relación que intenten realizar:

Nunca jamás, por nada del mundo, le regales una parte de tu cuerpo a la otra persona.
_¿De quién son esas orejitas?-
_Tuyas, solo Tuyas!!!_ responde una, con cara de embobada, con un hilo de baba que cae del labio.
_¿Y de quienes son esos cachetitos?_
_¡Tuyos amor, solo tuyos!_
¡Idiota! Cómo vas a regalar tus cachetitos, tus orejas o cualquier otra parte a alguien que te puede dejar en cualquier momento. La verdad es que, si no fueran más que metáforas románticas, hoy solo sería un torso totalmente liso. Sin orejas, sin cachetes, sin boca, ni ojos ni nada. Porque a lo largo de mis relaciones, no he dejado de regalar partes de mi cuerpo a todo aquel que me las pedía.
_¿De quién es esa boquita hermosa?_
_¡Mía, pedazo de bofe! ¿La queres de verdad? ¡A los cincuenta años de casados te la regalo si de veras la queres, la puta que te parió!
No es fácil el no regalarse cuando estamos enamoradas pero es necesario, si de veras queremos saber las intenciones de nuestra pareja.
No hay nada peor que estar profundamente perdida en un mundo de chicle tuti-fruti, meloso, empalagoso, y sobre todo lleno de frases que al recordarlas años mas tarde, nos dan ganas de hacer un pozo en la tierra y no salir nunca jamás.
_Vos me vas a dejar de querer primero!_
_No, vos me vas a dejar de querer primero.
O peor aun….
_Yo te quiero más.
_¡No, tontis! ¡yo te quiero más!
_ No, por nada del mundo, yo te quiero mucho más.
_ ¿Y hasta dónde me querés?
_ Hasta el cielo amor mio!
_Ah! Pero yo te quiero hasta el fin del universo, ida y vuelta!
Aaaaaaaaaaah! Pero que horror. No hay nada más destructivo para el orgullo personal, que esa clásica competencia por decir quién quiere más al otro. Los momentos vergonzosos no son como otros errores, que se van olvidando y desapareciendo con el tiempo, al contrario. Cuantos más años pasan, peor se vuelven; y de esto trata mi regla número Dos. Con un claro ejemplo, como lo fueron aquellas bellas tardes de domingo, en las cuales el Julio se sentaba al lado mío en el sofá y colocando mis pies sobre su falda, sacaba la tijerita de bolsillo, la abría con mucho cuidado, como quien desenvaina su arma mas preciada, y me cortaba las uñas de los dedos de los pies. Hoy voy caminando por la calle, me lo cruzo al Julio, y al mirarlo a los ojos no puedo evitar ver su imagen cortándome las uñas de los pies. De golpe, me siento como desnuda en medio de un tumulto de gente. Cuantos años de aguantarse un pedito, esperando que el termine de comer y se vuelva al trabajo, para quedarme sola y poder largarlo. Cuántas técnicas para sacar el olor del baño desarrolladas por las esposas que sufrimos de maldicion estomacal... No lo sé, lo que sí sé, es que a lo largo de mis matrimonios no apliqué ninguna de ellas. Y esa es la confianza que nunca hay que regalar. Porque en la próxima guerra estas serán armas de combate, las mismas que el Julio esta utilizando en este momento, para desnudarme y avergonzarme en el medio de la calle, aunque nadie más lo pueda notar.
Con Mario no todo fue tan distinto. No nos tirábamos peditos en frente del otro, ni nos cortábamos las uñas de los pies, ni nos decíamos cosas chanchas en la cama (cosa que más de una nos hemos arrepentido de decir), y que lo descubrimos hoy, cuando aquellos momentos pasan a ser nuevas armas de guerra en nuestra contra. Con Mario teníamos lindas tradiciones. Como el estirar la mano y agarrarnos por un rato largo, mirándonos o charlando, o hacernos cosquillas con las narices mientras nos decíamos:_ chiqui-chiqui-chiqui-pichi-pichi. Y cuando crees que la situación no se puede poner más vergonzosa, terminamos mordiéndonos los cachetes del culo. Estas son las cosas que me hacen pensar de vez en cuando: ¿Soy digna de formular una reintegración social tal, habiendo personas en las calles que me hayan mordido el culo, que sepan como huelen mis peditos o me hayan cortado las uñas de los pies? Por eso, comenzaba a fundamentar mi regla número Tres: No crear intimidades lo suficientemente fuera de lo normal. ¿Esa pose que te enseñó aquella vez? Cada vez que te vuelva a mirar te va a imaginar en esa pose, simplemente porque puede, porque te vio hacerlo y nadie lo puede borrar. Al menos eso pienso yo.
Sí, se lo que se podría llegar a pensar, no soy ni frígida, ni histérica, ni mal llevada. Soy una mujer precavida. Mejor prevenir que curar, las heridas mueren pero no suelen cicatrizar del todo. Ahora, no es que me haya quedado en el baúl de los recuerdos, pero deben tener presente que nosotras también tenemos nuestras armas secretas, y me atrevo a decir que en ese tema, las mujeres solemos ser mucho más viles que los hombres. Nosotras no damos vueltas, pinchamos donde más duele, que generalmente suele ser su orgullo. “Andá, vos. ¡Impotente de mierda!” . Y así, con esa corta pero tan significativa frasecita, lo dejamos en pelotas en plena fiesta. La impotencia no solo es un problema que afecta profundamente el bienestar mental del hombre, significa también la incapacidad de satisfacer a cualquier mujer. No sólo a la suya, a cualquiera. Esa clase de exposiciones, son mucho más que dolorosas y dañinas al pasar los años, que al momento de vivirlas. ¿Cómo es posible llegar a amar tanto a una persona, que forme parte de vos, que sientas que te complementa en cada sentido, y de golpe, te lo encuentres quince años más tarde y no puedas creer que sea aquella misma persona la que te alzaba y te llevaba corriendo a la cama, la que te comía a besos antes de entrar a trabajar, con la que te peleabas cada noche para ver quien se levantaba a apagar la luz cuando quedaba prendida? Desaparecidos en el tiempo, quedan todos aquellos momentos, que sin darnos cuenta dejan un vacío, que no volverá a llenarse. Y acá es donde mas necesitamos concentrarnos.
Todos vamos a tener lugares vacíos, perdidas familiares, amistades rotas o amores fallídos. Pero hay espacios que llevan otro contenido, y nos llevan a crecer y conocernos a nosotros mismos. Esas son las cosas que quiero contar: Esta es la Marta que todos ansiaron conocer por tantos años, la que a partír de ahora, se va a develar...

                                                                CONTINUARÁ...

domingo, 15 de noviembre de 2009

4ta Parte

Ahora no se crean que todo en mi vida fueron historias de aprendizaje. La verdad es que no paso mucho tiempo más hasta conocer al nuevo hombre que pasaría por mi vida. Mario Larocha. Veintisiete años. Un metro ochenta y cinco, fuerte, fibroso, con una sonrisa que aflojaba cualquier vejiga. Si, lo se, soy una gorda prosti, porque casi sin darme cuenta, estaba pasando mi cuarta noche consecutiva en su PH. Lo nuestro fue pasión pura, simplemente nos sentíamos atraídos y no podíamos separarnos por nada. Nos reíamos y nos divertíamos como chicos y eso hizo del tiempo que pasamos juntos algo único y diferente a todo lo que había vivido. Mario, le daba otro rumbo a la concepción de hombre que me había hecho a lo largo de mi vida y se convertía en algo más que prometedor. El 8 de abril de ese mismo año, me estaba casando por segunda vez, convencida de que este sería el comienzo de una nueva etapa de La Marta. Y así fue, no pasó más que un año y medio hasta que una noche al llegar a casa con una barra gigante de chocolate, de la cual Mario era adicto, lo veo sentado con las piernas abiertas, la cabeza agachada y sostenida por sus manos. Me quede mirandolo sin decir nada, hasta que me miro y me dijo:



_Estuve pensando...Y bueno, creo que a vos te pasa lo mismo…¡Esto ya no va más!_


Esas pocas palabras, no sólo me hicieron saber que no, no solo que no me pasaba lo mismo, sino que me traía a la mente una recolección de imágenes, de un pasado que se convertía en presente de una patada. Por más que intenté que las cosas volvieran a funcionar Mario ya no me amaba y no había nada que yo pudiera hacer para cambiarlo. Cuando no se ama, simplemente no se ama, y nada puede forzarlo. Lamentablemente me costó un segundo divorcio, y una parte más de mi corazón que se iba con aquel hombre, con aquellos sueños y deseos de convertirme en su princesa, su reina, o simplemente suya.


Ahora no era de nadie. La Marta era ya una anécdota que todos comentaban por el pueblo. La gorda que no puede mantener un marido. Sin querer, o quizás queriendo inconcientemente, me había convertido por completo en aquel prototipo de Marta, el cual alimentaba día tras día frente al espejo a los ocho años.


No podía entender cómo era posible que no hubiera podido elegir el nacer para ser princesa, o tía soltera. Me llevo mucho tiempo hasta llegar a comprender que siempre tuve la opción. Yo sola me puse en un montículo ficticio creado por mi imaginación, eligiendo ser quien fui. De niña era mucho más fácil el creer que los sueños eran posibles, sólo hacía falta agarrar ese viejo lápiz de labios, pintarme, ponerme frente al espejo y listo, ya me encontraba en ese nuevo mundo donde finalmente estaba convertida en lo que tanto soñaba ser. No se cuando, o en qué momento específico, pero por ahí entre alguna mirada enamorada, ese sueño cambió. Mi mente se iluminó al darme cuenta de que todo este tiempo estuve buscando el amor. El príncipe que rescatara a esta gorda tetona de esta torre de pelo atascado. El compañero que iba a vivir junto a la Marta la historia de su vida, aquel que diera vida a sus anhelos. No sentía tanta conmoción desde la vez en que mi mamá me sentó en el vidé, y desde el inodoro me enseñó como debía ponerme un tampón.
En fin, era libre, una mujer que sabía lo que quería. Nada podía detenerme, era la mejor sensación en años. Mejor que fumarme un porro en la playa, mejor que comer chocolate después de una noche de sexo, aun mejor que un buen masaje en los pies.
Ahora soy una mujer mayor y llamarme Marta, Margarita, Lucrecia o Silvina, la verdad no me cambia en lo absoluto. Es una nueva etapa de mi vida supongo, en la cual la experiencia con el género masculino de golpe, ante los ojos de mis amigas, me convertía en una experta en relaciones maritales. Ahora La Marta, se dedicaba también a dar consejos de matrimonio. Solo me faltaba dar remedios caseros, y trucos para adelgazar comiendo mezclas de yuyos o curar el empacho con la cinta métrica y ya me podría consagrar por completo, como la Tía Marta. Aún no comprendo como alguien que fue abandonada, engañada, estafada e insultada tantas veces por tantos hombres diferentes, podría llegar a dar un consejo eficaz para mantener un matrimonio unido y feliz. Ellas, mis amigas, lo tenían todo, solo necesitaban las herramientas para lograrlo. Yo tenía las herramientas, pero nadie con quien compartirlas. Solo un sueño efímero, que se esfumaba en el viento, que ajustaba mi remera, haciendo más que evidente mi panza gorda y mis tetas a medio caer del peso. Estaban más altas, aun lo recuerdo, y más juntitas. No se cuanto, pero más altas y juntitas que ahora estaban, aunque ya no importaba. Seguramente se habían caído entre aquellos sueños y recuerdos que quedaron perdidos en el camino, junto a tantas otras cosas.
No se mucho de las cosas que hice bien en mis relaciones, pero si tengo muy presente cuales son las cosas que "No" hay que hacer. Esos son los consejos que sí puedo dar...

                                                               CONTINUARÁ...

domingo, 8 de noviembre de 2009

3ra Parte

Digamos que mi adolescencia culminó como una etapa expresamente política de mi vida, donde ya me consideraba como una mujer que ya había conocido el precio de un corazón roto, de la venganza y de la pasión. Que lo sabía todo sobre los hombres y que nunca, jamás en la vida, volvería a caer en sus trampas. Me duró aproximadamente hasta los 20 años, cuando vi por primera vez a Julio Giménez.
Julio no solo era un hombre con nombre de adulto, con lo cual me sentía seriamente identificada, sino que no era la clase de hombres que yo solía poder ignorar.
No era lindo, ni tenía lindo cuerpo. Pero era… diferente. Me llevaba 3 años, pero su intelecto parecía llevarme varios más. Será que estaba tan confiada de quien La Marta era, que me animé a vivir un romance incomparable. Al poco tiempo, El Julio y La Marta, eran uno solo. Éramos como mugre y uña, pan y manteca, pizza y cerveza, jamón y queso. Hacíamos los mandados juntos, cocinábamos, cenábamos, dormíamos, desayunábamos, nos bañábamos y almorzábamos juntos.
El 12 de enero de 1990 nos juramos amor eterno en la misma iglesia donde se casaron mis padres hace 40 años atrás. La boda fue única e inolvidable. Recuerdo como si hubiese sido ayer, cuando abrieron las puertas de la capilla y todas las miradas de los presentes se fijaron en mi. Me sentí completamente dueña y protagonista de mi propia película, pero solo duro un instante, hasta darme cuenta de que no me miraban a mi, sino al cierre del vestido que se habia bajado dejando al descubierto gran parte de la bombacha rosa que me regalo la tia Zulma como cábala familiar que no me atrevo a dar mas detalles por el momento. Tan rápido pude recobrar el control de mi vestido, fije mi vista al frente de ese gran pasillo lleno de flores que conducia hacia el altar. Y alli estaba Julio, mi Julio, con su traje marron heredado y su raya al medio embadurnada en gel, la cual lo caracterizaba. Ceremonia perfecta, fiesta de 8 horas, tías borrachas,  primos contando chistes verdes a quien se les acercase y mi consuegra saltando al son de la “bombacha veloz” agitando una matraca al viento. Definitivamente, después de tanto imaginarlo, “la Marta” había tenido la boda que tanto había anhelado.
Pero con el tiempo, las cosas comenzaron a oscurecerse. Ese joven Julio, prometedor, gentil, siempre sonriente, comenzaba a dejar sucias evidencias de amoríos ocultos durante nuestra hermosa relación. Nunca lo creí posible. Me sentí devastada. No podía creer que otra vez me pasara lo mismo. Nuevamente, un hombre se atrevía a romper con frialdad y frivolidad, el corazón de La Marta, la mujer que le había prometido la vida entera, sin dudarlo.
Al volver a pensar en eso, me siento tan tonta. Como una cree a veces que las cosas malas solo pasan en los noticieros y en las novelas mexicanas. Toda mi niñez fue mi deseo convertirme en ”La Tía Marta”, pero con el tiempo, ese ingenuo sueño, se fue convirtiendo en poder encontrar a ese príncipe que toda princesa espera en una alta torre, para ser rescatada. Pero sin planearlo, y con mi primer divorcio en puerta, solo podía ver un futuro como el que había imaginado desde chica.
¡PEGÁME Y DECÍME MARTA!_dice el dicho común. ¿Podes creer la puta madre que hasta en los dichos esté destinada a la violencia? ¿No podía ser “Pegame y decime Raquel, Paula o Patricia”? Definitivamente cada mínimo detalle contribuía a que aquella luz, que alguna vez me acompañó, se viera totalmente opacada por una cortina de tristeza, confusión, angustia y dolor.¿Cuántas chicas de 21 años divorciadas existían en el mundo? Seguramente escasas, y yo era una de ellas. Pasó un tiempo largo de sentirme una fracasada, una tremenda pelotuda. Pero un día, me levanté temprano, y me fui a visitar a Carla. Hacía mucho tiempo que no la veía. Desde que me casé con Julio, perdí rastro de todas mis amistades, las llamaba cada tanto, pero cada cual estaba con importantes cambios aconteciendo en su vida, y la amistad, tomaba un espacio menor en esos planes.

Resultó ser que no se había casado, pero si estaba juntada y esperando una nena. Así es, al fin Carla tenia un buen motivo para tejer macramé. Y no hizo falta que yo se lo dijera. La primera hora de mi visita, fue sólo dedicada a mostrarme todos los escarpines, saquitos, pantaloncitos, medias, mantitas y otra gran cantidad de ropa extremadamente horrorosa que había tejido para la pobre criatura, que iba a tener que aguantar durante su vida, los ataques de ansiedad textil de su madre. A mi me tocó llamarme Marta, a otros les tocan madres como Carla.
En fin, ese tiempo junto a ellos, me hizo notar lo mucho que extrañaba el sentirme amada. Corto el tiempo o no, comencé a recordar de los muchos buenos y divertidos momentos que Julio me regaló a su lado, y que nadie me podría quitar...
                                                                       CONTINUARÁ...

domingo, 1 de noviembre de 2009

2da PARTE

Paso número  UNO: Debía abandonar aquellos exquisitos y maravillosos turgentes vigilantes de jamón y queso. Quedarían prohibidos los paquetitos de palitos salados de diez centavos, y todo otro tentempié que habituaba a comer durante el tiempo que la maestra no me veía. La Marta comenzaba a sentir cosquillas que no había sentido antes y comenzaría a tratar de rascarlas aunque no supiera por dónde comenzar.
Esas cosquillas se llamaban Matías Bouchard. Todavía puedo sentir el aroma del aula impregnada de olor al Axe, en el cual se bañaba antes de entrar al colegio. Matías no era como los demás chicos, siempre iba en contra de todas las modas o corrientes. Rebelde, nunca llevaba las tareas hechas, y siempre tenía un comentario chistoso para cada situación. Yo me sentaba en la mesa detrás de el, y no había momento más glorioso que cuando levemente giraba en su silla, me miraba con sus brillantes ojos negros, y apoyando sus bellas, sucias y lastimadas manos en mi escritorio, me pedía la tarea hecha. Yo, como toda chica babosamente enamorada, obviamente se la daba. Y así comenzaron las veinte semanas más felices de mi adolescencia. Por primera vez en muchísimos años, me había olvidado completamente de aquel personaje risueño, para convertirme pura y exclusivamente, en una loca y desesperadamente miss futura señora de Bouchard. Veinte semanas… aún recuerdo aquel último día de amor. Entro al salón, y veo a Matías sentado en su lugar, pero a su lado, no se encontraba más Pablo, su mejor amigo. Pablo no era solo un amigo. Era su compañero de mesa desde segundo grado. Eran inseparables. Para cualquier broma, chiste, o salvajada, siempre estaba el otro al lado para festejarle, cubrirlo o acompañarlo. Ahora Pablo, se encontraba en otra mesa. Y en su lugar, estaba Agustina Blanco. Haciéndole sonrisitas y dibujando corazoncitos en las hojas de la carpeta de Mi Matías. Aunque roja de la furia, logré contenerme y no abrí la boca ni para tomar aire. Como todos los lunes, sabía que llegaría el momento en el que Matías me pediría los  deberes hechos, y yo, esta vez, como toda una mujer decidida y dotada de personalidad, no solo no se los daría, sino que también le daría una cachetada, enfrente de todos, para que aprenda de ahí en más, que esas cosas no se le hacen ni a una Marta, ni a ninguna otra mujer.
Está por llegar la maestra, y noto que levemente rota en su silla. Me mira, apoya sus manos en mi escritorio, y me pide la tarea, como era de esperar. Pero no pude pronunciar ninguna de todas las palabras que tenía pensado decir. Tanto ensayo, tanto planear y pensar, para terminar profunda y fuertemente perdida en la luminosidad de sus bellos ojos negros.
Porfa, ¿no me pasas la tarea del viernes Martita?_
Si, acá está._ dije. Sin ninguna complicación. Estúpida e idiotizadamente ridícula.
A los 15 segundos, veo como mis hojas no solo pasan por las manos de Matías, sino también de su nueva “amiguita” Agustina. Fue tan fuerte la rabia y la impotencia, que sentía que mis ojos estaban bañados en sangre. Podía sentir el calor de la bronca en mis mejillas. No podía dejar de mirar el largo pelo que “Agus”, agitaba de lado a lado, perfumado y brillante. Esperé a que esté concentrada copiando mi tarea en su carpeta, saqué mi tijera del segundo piso de la cartuchera y le corte la cola de pelo desde lo más arriba que mi habilidad pudo lograr. Tras gritos, lágrimas, arañazos, y cachetazos que volaban al viento, la maestra me tomó bien fuerte del brazo y me llevó a la dirección. Esa fue la última vez que vería a Matías Bouchard en el mismo aula que yo. Tras llamar a mi mamá para contarle lo sucedido, le informaron que “esa clase de comportamiento no era aceptada por la institución y se veían obligados a restringirme la educación en sus instalaciones”. Me echaron al carajo para ser más específica. Pero nunca olvidaré aquel dulce sabor, aquella plena sensación al ver a Agustina Blanco, con la cabeza como gallina atacada por los perros, y la cara llena de lágrimas al perder, aquel, su único encanto. Hace poco me enteré que tiene cinco hijos, que está gordísima y es la manzanera del barrio donde vive soltera. También escuche que es una nutricionista muy exitosa y esta haciendo un master en Washington. Pero me gusta más la primera versión.
Pasaron muchos años durante los cuales mi corazón roto no pudo dejar de sufrir por aquel amor frustrado. El engaño, hace de la mujer un ser más fuerte, más independiente. Aquella mañana, no solo le corte el pelo a Agustina. También había cortado a aquella “Martita”, que hacía favores sólo por una  mirada. Había cortado con un camino que solo me apartaba más y más de quien yo realmente sentía ser.
Eran mis últimos años de secundario, y casi sin planearlo, La Marta ya tenía su primer “ex”, al cual criticar y maldecir en diversas charlas con amigas.  Bueno, amigas… no tenía muchas, pero con las que tenía era más que suficiente. Carla, era una viciosa del macramé. Se la pasaba tejiendo toda clase de cosas inútiles en punto macramé que su abuela le había enseñado en las vacaciones de invierno. Cada cosita que me regalaba yo la metía en una bolsa negra de la basura que tenía en el ropero. Cuando llegué a juntar muchos, los tiré a la basura entre un montón de otras cosas sin que nadie se diera cuenta. Maldita mi suerte, que justo esa noche, unos vándalos intentan entrar a mi casa, rompiendo el portón del garaje. Con el ruido y el alboroto, muchos vecinos deciden soltar a los perros para asustar a los delincuentes, los cuales huyen. Tras varios minutos de conmoción, la visita de la policía, y todo el paquete,  se vuelve a hacer el silencio y me quedo dormida a los pies de mi cama. A los tres días, Carla me invita a su casa para cenar y me dice que me tiene una noticia increíble. Parece que es muy secreta, ya que me lleva a su cuarto, y cerrando la puerta sigilosamente, me mira con cara de tía pellizcacachetes, y me dice:
_No te dije nada, pero…la mañana siguiente al robo de tu casa, te fui a visitar  y encontré a unos metros la mayoría de los tejidos que te había regalado. Se ve que fue de lo poco que se llevaron pero lo han tirado en el camino mientras corrían. Me imagine que no me querrías decir nada para que no me sintiera mal, por eso los lavé y te llamé para entregártelos.-
No lo podía creer. Seguro que algún perro de mierda había revuelto la basura desparramando todos los macramé, que como maldición diabólica, volvían a mis manos, esta vez multiplicados, y no había forma de rechazarlos.
Nunca supe si realmente fue eso lo que Carla creyó del robo, o si se dio cuenta que los tiré y me los devolvió a propósito sólo para cagarme y vengarse por lo que yo había hecho con sus regalos. Tampoco me animé a volver a conversarlo. La Marta necesita de amigas como Carla, que tejan macramé y siempre dispuestas a decirnos que lindas estamos aunque no sea cierto....
                                   CONTINÚA  EL 8 DE NOVIEMBRE...