domingo, 8 de noviembre de 2009

3ra Parte

Digamos que mi adolescencia culminó como una etapa expresamente política de mi vida, donde ya me consideraba como una mujer que ya había conocido el precio de un corazón roto, de la venganza y de la pasión. Que lo sabía todo sobre los hombres y que nunca, jamás en la vida, volvería a caer en sus trampas. Me duró aproximadamente hasta los 20 años, cuando vi por primera vez a Julio Giménez.
Julio no solo era un hombre con nombre de adulto, con lo cual me sentía seriamente identificada, sino que no era la clase de hombres que yo solía poder ignorar.
No era lindo, ni tenía lindo cuerpo. Pero era… diferente. Me llevaba 3 años, pero su intelecto parecía llevarme varios más. Será que estaba tan confiada de quien La Marta era, que me animé a vivir un romance incomparable. Al poco tiempo, El Julio y La Marta, eran uno solo. Éramos como mugre y uña, pan y manteca, pizza y cerveza, jamón y queso. Hacíamos los mandados juntos, cocinábamos, cenábamos, dormíamos, desayunábamos, nos bañábamos y almorzábamos juntos.
El 12 de enero de 1990 nos juramos amor eterno en la misma iglesia donde se casaron mis padres hace 40 años atrás. La boda fue única e inolvidable. Recuerdo como si hubiese sido ayer, cuando abrieron las puertas de la capilla y todas las miradas de los presentes se fijaron en mi. Me sentí completamente dueña y protagonista de mi propia película, pero solo duro un instante, hasta darme cuenta de que no me miraban a mi, sino al cierre del vestido que se habia bajado dejando al descubierto gran parte de la bombacha rosa que me regalo la tia Zulma como cábala familiar que no me atrevo a dar mas detalles por el momento. Tan rápido pude recobrar el control de mi vestido, fije mi vista al frente de ese gran pasillo lleno de flores que conducia hacia el altar. Y alli estaba Julio, mi Julio, con su traje marron heredado y su raya al medio embadurnada en gel, la cual lo caracterizaba. Ceremonia perfecta, fiesta de 8 horas, tías borrachas,  primos contando chistes verdes a quien se les acercase y mi consuegra saltando al son de la “bombacha veloz” agitando una matraca al viento. Definitivamente, después de tanto imaginarlo, “la Marta” había tenido la boda que tanto había anhelado.
Pero con el tiempo, las cosas comenzaron a oscurecerse. Ese joven Julio, prometedor, gentil, siempre sonriente, comenzaba a dejar sucias evidencias de amoríos ocultos durante nuestra hermosa relación. Nunca lo creí posible. Me sentí devastada. No podía creer que otra vez me pasara lo mismo. Nuevamente, un hombre se atrevía a romper con frialdad y frivolidad, el corazón de La Marta, la mujer que le había prometido la vida entera, sin dudarlo.
Al volver a pensar en eso, me siento tan tonta. Como una cree a veces que las cosas malas solo pasan en los noticieros y en las novelas mexicanas. Toda mi niñez fue mi deseo convertirme en ”La Tía Marta”, pero con el tiempo, ese ingenuo sueño, se fue convirtiendo en poder encontrar a ese príncipe que toda princesa espera en una alta torre, para ser rescatada. Pero sin planearlo, y con mi primer divorcio en puerta, solo podía ver un futuro como el que había imaginado desde chica.
¡PEGÁME Y DECÍME MARTA!_dice el dicho común. ¿Podes creer la puta madre que hasta en los dichos esté destinada a la violencia? ¿No podía ser “Pegame y decime Raquel, Paula o Patricia”? Definitivamente cada mínimo detalle contribuía a que aquella luz, que alguna vez me acompañó, se viera totalmente opacada por una cortina de tristeza, confusión, angustia y dolor.¿Cuántas chicas de 21 años divorciadas existían en el mundo? Seguramente escasas, y yo era una de ellas. Pasó un tiempo largo de sentirme una fracasada, una tremenda pelotuda. Pero un día, me levanté temprano, y me fui a visitar a Carla. Hacía mucho tiempo que no la veía. Desde que me casé con Julio, perdí rastro de todas mis amistades, las llamaba cada tanto, pero cada cual estaba con importantes cambios aconteciendo en su vida, y la amistad, tomaba un espacio menor en esos planes.

Resultó ser que no se había casado, pero si estaba juntada y esperando una nena. Así es, al fin Carla tenia un buen motivo para tejer macramé. Y no hizo falta que yo se lo dijera. La primera hora de mi visita, fue sólo dedicada a mostrarme todos los escarpines, saquitos, pantaloncitos, medias, mantitas y otra gran cantidad de ropa extremadamente horrorosa que había tejido para la pobre criatura, que iba a tener que aguantar durante su vida, los ataques de ansiedad textil de su madre. A mi me tocó llamarme Marta, a otros les tocan madres como Carla.
En fin, ese tiempo junto a ellos, me hizo notar lo mucho que extrañaba el sentirme amada. Corto el tiempo o no, comencé a recordar de los muchos buenos y divertidos momentos que Julio me regaló a su lado, y que nadie me podría quitar...
                                                                       CONTINUARÁ...

No hay comentarios:

Publicar un comentario