sábado, 16 de enero de 2010

Parte 7

¡Y zácate!
Si de algo sirvió la educación que mis padres me dieron, fue para aprender a hacer lo que quisiera a pesar de lo que otros digan. Nada más asfixiante que una madre sobre-protectora y un padre ultra conservador, el cual provocaba temor con solo mover las cejas: Marco Enrique Domínguez. Un metro noventa y cinco de actitud, coraje, voz ronca y grave. A Marco Enrique se lo respetaba en donde se presente, su fuerte imagen y presencia hacían del silencio en cualquier sitio. A Marco Enrique no se le pedía permiso, se le pedía Perdón! Hoy en día los chicos se sienten libres de hacer y decir lo que se les ocurra a quien sea, pero cuando yo era chica, a Marco Enrique no se le podía ni siquiera decir una palabra sin previo permiso. Cualquier palabra desubicada y Zácate! Un fuerte azote con la chancleta, el cabo del tenedor o lo primero que encontrara que hiciera ruido al golpear. No me gusta, no quiero comer. Ah, ¿no comes? Zácate! Y al minuto el plato estaba vacío.

Papá trabajo treinta y dos años como operario en la estación del ferrocarril, lo que le daba horarios muy organizados. Se iba a las 9 de la mañana y volvía a las 5 de la tarde, por lo cual sabíamos perfectamente cuando la fiesta en casa comenzaba y cuando debía terminar. A las cuatro todos comenzábamos a llegar a casa. Susana, mi hermana mayor se iba a la casa de una compañera de la escuela a escuchar música y mirar a los chicos que se juntaban a jugar a la pelota en el terreno de al lado. Julián, el del medio, se iba al centrito a jugar al pool con su grupito de la cuadra. Y yo aprovechaba a quedarme sola para ir a mi lugar secreto. El lugar que albergó la mayoría de mis más excitantes deseos y sueños. Mi casa quedaba en la última cuadra del pueblo. Llegando a la esquina no había más que las vías del tren y la inmensidad del campo. Cuidando siempre que nadie estuviese mirando, me cruzaba y seguía un camino hasta un boquecito en el cual me sentía más que resguardada. Tenía seis años y los chicos de mi barrio no estaban interesados en jugar conmigo, mis hermanos tenían sus propios grupos y no querían a la gordita que los siguiera y les hiciera pasar vergüenza. Pero esto nunca fue un problema para mi, supe muy bien crear mi propio mundo, donde no habían zácates, ni lágrimas, ni hermanos a quien avergonzar. Tenía todo lo que necesitaba por un par de mágicas horas, hasta que Elena, mi amorosa madre, nos llamaba al fuerte grito de: ¡Domíngueeeeeeez! El que anduviera cerca y escuchara entraba a la casa como perro con la cola entre las patas. Y los que anduvieran lejos debían rogar al cielo aparecer antes que llegara papá. Para las cinco de la tarde todos estábamos sentados a la mesa. Julián en la silla más cerca de la pieza, preparado para traerle las chancletas cuando el se las pidiera, y Susana junto a mamá por si hacía falta algo para el mate. Yo soy la más chica, así que era la que menos responsabilidades tenía, aunque para que no me sintiera menos, era la encargada de llevarle la campera a la pieza. Mamá siempre fue mas permisiva, por lo cual Domínguez renegaba mucho y hasta lo alteraba al punto de hacerla llorar. Jamás escuché las cosas que le decía. Cuando algo andaba mal, nos mandaba al patio y se encerraba en la pieza. Le hablaba bajito, parecían discutir bastante, aunque aun con la oreja pegada a la ventana de afuera, no podíamos escuchar más que los sollozos de Elena.
En fin, solo debíamos sobrevivir a la cena y todos a la cama. El día terminaba y por la mañana siguiente todo volvería a comenzar. Una nueva oportunidad de hacer todo bien sin recibir un cintazo. Quizás ese fue el gran motivo que me impulsa cada día a tomarlo como una nueva oportunidad. Una nueva chance para que las cosas salgan perfectas. Una nueva sonrisa por descubrir, una nueva oportunidad para amar, para encontrar, para ser feliz.

Al llegar a la adolescencia supe ir encontrándome con otros contratiempos, y ni Domínguez ni Elena pudieron direccionar el futuro que me esperaba. De los pocos lujos que teníamos en casa, el teléfono era uno. En ese entonces no era como ahora, con facilidades, planes, tarjetas o minutos gratis. Las llamadas se pagaban, y se pagaban muy bien. Aunque eso no me detenía en lo absoluto para hacer uso de aquel preciado objeto comunicador. Papá le había comprado una cajita de madera, la cual tenía una tapa que cubría los números, se cerraba con llave y no dejaba marcar. Lo que nunca se enteró es que mágicamente, una de las tres llaves que traía se cayó al piso el primer día que la trajo y mis ojos fueron los únicos que vieron tal impactante acontecimiento. Creo que hasta hoy en día, Domínguez sigue creyendo que solo existieron dos llaves para la caja, la cual poseían el y Elena.


El momento en que mamá salía a hacer los mandados era el momento de oro del día. Con Marco Enrique en la estación y mis hermanos en la calle, era el momento en el cual La Marta aprovechaba para llamar a quien quisiera. Era entre desafiante y adrenalínico. Comencé llamando a Carla, y con el paso de las semanas ya me sentía merecedora de poder hablar con alguno que otro chico. Era este ahora una nueva arma de seducción. Cuando lo conocí al Julio ya era otra época. Teníamos mas libertad en cuanto al uso del teléfono, y Domínguez había hecho instalar otro en la cocina para uso compartido. Fue allí, cuando descubrí que cualquier conversación podía ser escuchada desde el otro tubo. Una mañana levanto el tubo para llamar a Julio como era costumbre y me sorprendo al escuchar una voz desconocida. Una mujer para ser exacta, por el acento…porteña y de no más de cuarenta años, del otro lado, mi padre. Fue todo muy rápido. Entre reconocer las voces y asimilar lo que estaba escuchando no tuve más reacción que la de largarme a llorar a gritos. Lo que no tuve en cuenta fue que el teléfono seguía descolgado. Desde ese día, la separación de mis padres no llevó más que dos semanas. Apenas Domínguez se animó a aclarar la situación con mi madre, su matrimonio marcó su definitivo final tras 35 años de amor ininterrumpido.

Nunca pude entender el significado del amor. Siempre creí que el verdadero amor era el que no se terminaba jamás… aún hoy en día me sigo preguntando si realmente existe…


                                               pronta continuación...

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