jueves, 25 de noviembre de 2010

Crónicas en la gran ciudad...


Acabo de cumplir nueve meses en la ciudad, y aún me siguen pasando cosas que ni yo puedo comprender que sean posibles.

No  hay día más estresante que el de hacer los "trámites".
"Trámites",  es una palabra que me suena a complicado, a hombre atareado, a largas filas, caminatas sin fin, mares de gente y situaciones difíciles con papeles y plata. El sólo hecho de pensar en hacer "trámites" me da un retorcijón en el pecho y una especie de stress mental que me deja completamente mal predispuesto, aun antes de cruzar la puerta de casa.
Como buen chico nuevo en la gran ciudad,  no queda otra posibilidad que comenzar el día con alguna metida de pata vergonzosa. Han pasado muchas... desde estirar la mano para parar el subte (peligroso), o subirme a un tren  y que salga para el lado opuesto;  y lo peor de todo: bajarme y creer que estoy en el lugar correcto.
He aprendido a crear mis propias reglas: Las reglas que me ayudarían a no volver a cometer los mismos errores.  La primera de ellas es que al estar perdido, "nunca es suficiente preguntar por una calle a uno o dos vecinos".  Por  mas que cueste, he llegado a la conclusión de que hay que preguntar, por lo menos, a  cuatro personas diferentes; en lo posible en distintos lados de la vereda. De esos cuatro, por lo menos dos te mandan a lugares completamente opuestos. Sumando a otros dos (en lo posible almaceneros, o porteros), podríamos llegar a una posible verdadera locación. De más está decir, que esto es solo para testarudos como yo, que lo único que hacen antes de salir de su casa es revisar la dirección en el google maps, y salir sin mas que el vago recuerdo de aquella imagen, con dos únicos datos fijos: que subte/ bondi tomar; y dónde bajarse.
Al fin y al cabo, los difíciles "trámites" terminan siendo lo más fácil del día, comparado con el trastorno de llegar a destino…

jueves, 4 de marzo de 2010

Soy un Chico Comun

Mi nombre es Jonathan Ezequiel Ali, y nací el 23 de agosto del año 1986 en la ciudad de Mar del Plata, Buenos Aires, Argentina. Desde aquel entonces, mis padres Liliana y Jorge han hecho hasta lo imposible por ayudarme a expresar todo lo que sentía en mi interior.
A los ocho años, asistí al primer casting para un porgrama de television local llamado "Talentitos", del cual formaria parte del elenco por los siguientes 5 años. El show llegó al teatro por tres temporadas y varios tours de por medio.
Nunca fui tan felíz al poder experimentar la grandeza de interpretar a cualquier personaje que se me viniera a la cabeza. Una "Personalidad" va acompañada de muchas cosas. Podía escapar de mi cuerpo en cualquier momento y ponerme en cualquier otro. Podía escapar de mi mundo y aterrizar en cualquiera que se me ocurriera sin siquiera despegar mis pies del suelo.
A los quince años me dedique a las comedias musicales por dos años, lo cual me otorgó la experiencia y la capacitación necesaria para animarme a crear por mi cuenta.
Cumplí los diecinueve años y me preparaba para salir en una mision de servicio humanitario al sur de Brasil y Uruguay. Esa experiencia me abrió la mente por completo. Un joven de mi edad jamás podría imaginar las realidades que están sucediendo en el mundo a no ser que las haya vivido. Y no me refiero a la pobreza o a catástrofes físicas o políticas, me refiero a lo que las personas viven. Nunca vi la vida tan de cerca.
Miles de personas me contaban de sus vidas, sus problemas, sus preocupaciones, sus pasiones y sus sueños. Fue en ese momento en el que decidí comenzar a escribir aquellos tesoros. Aquellas vidas eran desconocidas para la mayoría. Pero mediante mis palabras podia darles inmortalidad. Un pasado, un presente y un futuro. Es la base de toda vida. Para crear un personaje lo primero que hago es dotarlos de estos principios. Luego de un lugar, una casa, una familia, un trabajo. Lo más divertido para mi es hablar sobre personas que probablemente existen en cada vecindario, en cada familia. Me gusta que al leer todos podamos sentirnos un poco identificados o parte de aquella historia. El reconocerme dentro de esa historia me ayuda a darme cuenta de mi actitud y mi comportamiento. Pienso que toda literatura debe contribuir de una manera u otra a edificar nuestro interior, sea por el humor o cualquier otro medio.
Este primer año de "El Chico Común" me hace sentir más que feliz, el saber que las historias que han salido de esta cabeza entretengan, diviertan y ayuden. Gracias por el apoyo y confianza. Por un año más!
El Chico Común.

sábado, 16 de enero de 2010

Parte 7

¡Y zácate!
Si de algo sirvió la educación que mis padres me dieron, fue para aprender a hacer lo que quisiera a pesar de lo que otros digan. Nada más asfixiante que una madre sobre-protectora y un padre ultra conservador, el cual provocaba temor con solo mover las cejas: Marco Enrique Domínguez. Un metro noventa y cinco de actitud, coraje, voz ronca y grave. A Marco Enrique se lo respetaba en donde se presente, su fuerte imagen y presencia hacían del silencio en cualquier sitio. A Marco Enrique no se le pedía permiso, se le pedía Perdón! Hoy en día los chicos se sienten libres de hacer y decir lo que se les ocurra a quien sea, pero cuando yo era chica, a Marco Enrique no se le podía ni siquiera decir una palabra sin previo permiso. Cualquier palabra desubicada y Zácate! Un fuerte azote con la chancleta, el cabo del tenedor o lo primero que encontrara que hiciera ruido al golpear. No me gusta, no quiero comer. Ah, ¿no comes? Zácate! Y al minuto el plato estaba vacío.

Papá trabajo treinta y dos años como operario en la estación del ferrocarril, lo que le daba horarios muy organizados. Se iba a las 9 de la mañana y volvía a las 5 de la tarde, por lo cual sabíamos perfectamente cuando la fiesta en casa comenzaba y cuando debía terminar. A las cuatro todos comenzábamos a llegar a casa. Susana, mi hermana mayor se iba a la casa de una compañera de la escuela a escuchar música y mirar a los chicos que se juntaban a jugar a la pelota en el terreno de al lado. Julián, el del medio, se iba al centrito a jugar al pool con su grupito de la cuadra. Y yo aprovechaba a quedarme sola para ir a mi lugar secreto. El lugar que albergó la mayoría de mis más excitantes deseos y sueños. Mi casa quedaba en la última cuadra del pueblo. Llegando a la esquina no había más que las vías del tren y la inmensidad del campo. Cuidando siempre que nadie estuviese mirando, me cruzaba y seguía un camino hasta un boquecito en el cual me sentía más que resguardada. Tenía seis años y los chicos de mi barrio no estaban interesados en jugar conmigo, mis hermanos tenían sus propios grupos y no querían a la gordita que los siguiera y les hiciera pasar vergüenza. Pero esto nunca fue un problema para mi, supe muy bien crear mi propio mundo, donde no habían zácates, ni lágrimas, ni hermanos a quien avergonzar. Tenía todo lo que necesitaba por un par de mágicas horas, hasta que Elena, mi amorosa madre, nos llamaba al fuerte grito de: ¡Domíngueeeeeeez! El que anduviera cerca y escuchara entraba a la casa como perro con la cola entre las patas. Y los que anduvieran lejos debían rogar al cielo aparecer antes que llegara papá. Para las cinco de la tarde todos estábamos sentados a la mesa. Julián en la silla más cerca de la pieza, preparado para traerle las chancletas cuando el se las pidiera, y Susana junto a mamá por si hacía falta algo para el mate. Yo soy la más chica, así que era la que menos responsabilidades tenía, aunque para que no me sintiera menos, era la encargada de llevarle la campera a la pieza. Mamá siempre fue mas permisiva, por lo cual Domínguez renegaba mucho y hasta lo alteraba al punto de hacerla llorar. Jamás escuché las cosas que le decía. Cuando algo andaba mal, nos mandaba al patio y se encerraba en la pieza. Le hablaba bajito, parecían discutir bastante, aunque aun con la oreja pegada a la ventana de afuera, no podíamos escuchar más que los sollozos de Elena.
En fin, solo debíamos sobrevivir a la cena y todos a la cama. El día terminaba y por la mañana siguiente todo volvería a comenzar. Una nueva oportunidad de hacer todo bien sin recibir un cintazo. Quizás ese fue el gran motivo que me impulsa cada día a tomarlo como una nueva oportunidad. Una nueva chance para que las cosas salgan perfectas. Una nueva sonrisa por descubrir, una nueva oportunidad para amar, para encontrar, para ser feliz.

Al llegar a la adolescencia supe ir encontrándome con otros contratiempos, y ni Domínguez ni Elena pudieron direccionar el futuro que me esperaba. De los pocos lujos que teníamos en casa, el teléfono era uno. En ese entonces no era como ahora, con facilidades, planes, tarjetas o minutos gratis. Las llamadas se pagaban, y se pagaban muy bien. Aunque eso no me detenía en lo absoluto para hacer uso de aquel preciado objeto comunicador. Papá le había comprado una cajita de madera, la cual tenía una tapa que cubría los números, se cerraba con llave y no dejaba marcar. Lo que nunca se enteró es que mágicamente, una de las tres llaves que traía se cayó al piso el primer día que la trajo y mis ojos fueron los únicos que vieron tal impactante acontecimiento. Creo que hasta hoy en día, Domínguez sigue creyendo que solo existieron dos llaves para la caja, la cual poseían el y Elena.


El momento en que mamá salía a hacer los mandados era el momento de oro del día. Con Marco Enrique en la estación y mis hermanos en la calle, era el momento en el cual La Marta aprovechaba para llamar a quien quisiera. Era entre desafiante y adrenalínico. Comencé llamando a Carla, y con el paso de las semanas ya me sentía merecedora de poder hablar con alguno que otro chico. Era este ahora una nueva arma de seducción. Cuando lo conocí al Julio ya era otra época. Teníamos mas libertad en cuanto al uso del teléfono, y Domínguez había hecho instalar otro en la cocina para uso compartido. Fue allí, cuando descubrí que cualquier conversación podía ser escuchada desde el otro tubo. Una mañana levanto el tubo para llamar a Julio como era costumbre y me sorprendo al escuchar una voz desconocida. Una mujer para ser exacta, por el acento…porteña y de no más de cuarenta años, del otro lado, mi padre. Fue todo muy rápido. Entre reconocer las voces y asimilar lo que estaba escuchando no tuve más reacción que la de largarme a llorar a gritos. Lo que no tuve en cuenta fue que el teléfono seguía descolgado. Desde ese día, la separación de mis padres no llevó más que dos semanas. Apenas Domínguez se animó a aclarar la situación con mi madre, su matrimonio marcó su definitivo final tras 35 años de amor ininterrumpido.

Nunca pude entender el significado del amor. Siempre creí que el verdadero amor era el que no se terminaba jamás… aún hoy en día me sigo preguntando si realmente existe…


                                               pronta continuación...

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